Ayer se cerró una etapa de la corta historia del Palau de les Arts con la despedida de quien ha sido el creador y director titular de su excelente orquesta, Lorin Maazel. Se fue demostrando una vez más que es un grandísimo director y que se ha ganado el respeto y la admiración de los miembros de la orquesta, el coro y el público. Desgraciadamente, también ha demostrado que su talento como compositor no es acorde a su buen hacer con la batuta. Y es que su ópera 1984, representada en tan sólo tres ocasiones desde su composición (su estreno en Covent Garden, posteriormente en La Scala y ahora en Les Arts) es un engendro que dificilmente habría visto la luz de no tratarse su autor de quien se trata, si no tuviese las influencias que tiene y si no pudiese imponerla por contrato como todos sospechamos que hizo.
Aunque estaba previsto que esta obra se representase en la segunda temporada de Les Arts, una inundación forzó su retirada del cartel y la pospuso hasta ahora. Creo que a todos nos habría gustado que Maazel se pudiese despedir de su público con una obra de más calado, pero Helga no mandó sus sótanos a luchar contra los elementos y las cosas han venido así. Pese a todo, y como ya dije antes, la escasa entidad de 1984, una mezcolanza de estilos sin demasiado criterio (o peor, con un criterio perverso, lo explicaré a continuación) no ha sido impedimento para que Maazel diese lo mejor de sí mismo sobre el podio e hiciese sonar a la orquesta como sólo él sabe hacerlo.
¿Por qué digo que el criterio a la hora de mezclar estilos de Maazel es perverso? Siguiendo el acertado razonamiento de Fernando López Vargas-Machuca en su crónica de la función del pasado viernes (disponible
AQUÍ), Maazel usa la música tonal de inspiración pucciniana (pero sin el talento de Puccini, huelga decirlo) para los momentos de exaltación del amor; el blues, el jazz o el estilo de los musicales de Broadway como recuerdo de una época mejor y como esperanza de un retorno a la felicidad y la música atonal para representar el mundo opresivo del año 1984, la dictadura del Gran Hermano y los tejemanejes de la Policía del Pensamiento. En un momento del segundo acto, cuando Winston escucha a una proletaria cantando una melodía de estilo pseudo-Broadway, dice algo así como: "Los proletarios son el futuro. El Partido grita, los proletarios cantan". Creo que esa es la clave de la obra, y que es una clave perversa. Como bien me dijo maac en el segundo entreacto, si Maazel considera que el Partido grita, podría haberse ahorrado buena parte de los gritos que constituyen el tedioso y excesivamente largo primer acto.
Y es que esa es otra de las razones por las que esta obra no consigue alzar el vuelo: el libreto es excesivamente descriptivo y poco teatral. Insiste una y otra vez en retratar un mundo que el espectador con un poco de cultura literaria ya conoce y hace que los personajes caigan con frecuencia en el monólogo infructuoso, totalmente ajeno a la acción. Los momentos con una música más elaborada, como la intervención de Syme o la clase de gimnasia, ambos en el primer acto, están absolutamente aislados de la trama y no tienen otra función que la de servir de ambientación.
Vocalmente, hay que destacar la actuación del Cor de la Generalitat, con el que Maazel se mostró inmisericorde al enfrentarlos a un volumen orquestal excesivo, y de los coros infantiles (Escola Coral Veus juntes de Quart de Poblet, Escolanía de la Mare de Déu dels Desamparats y Pequeños Cantores de Valencia).
Entre los solistas, me gustó Michael Anthony McGee como Winston Smith, más en lo actoral que en lo puramente vocal (habría que escucharlo en alguna obra más cantable para hacerse una idea de sus posibilidades). Nancy Gustafson (Julia), cuya voz acusa el paso del tiempo, no tiene problemas con un papel hecho a su medida. Lo mismo puede decirse del tenor Richard Margison (O'Brien), otra voz importante pero gastada, que me pareció el mejor cantante de cuantos subieron al escenario ayer. Tanto Silvia Vázquez como Andrew Drost, la primera en su doble papel de monitora y de borracha, el segundo como Syme, se enfrentan a una partitura difícil y la salvan de forma impecable. También Lynton Black (Charrington) y Mary Lloyd-Davies (proletaria) cumplen con corrección en sus breves papeles, así como la soprano Irina Ionescu cuyos sobreagudos se oyen por encima del coro de la primera escena y doblan por momentos a Syme en su primera intervención. Graeme Danby (Parsons) fue el único que no dio la talla y quedó tapado por la orquesta con facilidad.
Así como todas las críticas han coincidido en la mediocridad de la música y el libreto, también hay unanimidad en la buena opinión que merece la puesta en escena de Robert Lepage, basada en una plataforma giratoria que sirve para crear diversos ambientes, ayudada por el uso de proyecciones. La estética está muy lograda, mezclando elementos propios de la dictadura stalinista que inspiró a Orwell con otros que le resultan más cercanos al público actual, como los monos de color naranja de los prisioneros que inmediatamente relacionamos con Guantánamo. Lo mejor, sin embargo, no está en la escenografía ni en el vestuario, ambos muy logrados, sino en la cuidadísima dirección de actores, que consiguió sacar lo mejor de cada intérprete, especialmente del protagonista, al que somete a un gran desgaste físico.
A pesar de que su propia obra no está a su altura como director, Maazel fue braveado y aplaudido efusivamente por el público, más como agradecimiento por su labor durante los últimos años que por su calidad como compositor. Como su despedida coincidió con su 81 aniversario, la orquesta le sorprendió tocando "cumpleaños feliz", que fue coreado por el público y acompañado por el lanzamiento de octavillas y papelitos de colores. Tras largos minutos de aplausos, se cerró el telón y con él la primera etapa del Palau de les Arts. Queda por depejar la incógnita que a todos nos preocupa, si la orquesta superará la marcha de su creador y la escasez presupuestaria de Les Arts sin perder su calidad.