No hay ópera más apropiada para una noche electoral, especialmente si esta nos deja una mayoría absolutísima con aclamación popular, que Borís Godunov, y quiso el destino que fuera esta la obra programada para ayer en el Palau de les Arts. Hay que decir que la versión elegida fue la original de 1869, a la que misteriosamente se le ha añadido la escena del bosque de Kromy pero no el acto polaco. La quinta de las seis funciones de esta obra tuvo tanto éxito como las anteriores, a pesar de verse marcada por la cancelación a última hora del director titular de la Orquestra de la Generalitat Valenciana, Omer Meir Wellber, a causa de una indisposición. Su asistente, Carlo Goldstein, tuvo que enfrentarse a la partitura de Modest Músorgski, lo cual no es tarea fácil, y el resultado fue muy bueno. Los miembros de la orquesta supieron agradecer su esfuerzo con numerosas muestras de cariño. No puedo comparar la labor de Goldstein con la de Wellber (quienes pueden apuntan a que éste último tiene más tendencia a subir el volumen orquestal), ni sé hasta qué punto lo que se escuchó es mérito de Wellber o de Goldstein, sólo puedo congratularme de que la orquesta siga sonando tan bien como en temporadas anteriores, lo que la sitúa muy por delante de cualquier orquesta a muchos kilómetros a la redonda.
Si es destacable el nivel de la orquesta, qué decir del Cor de la Generalitat Valenciana, que tiene en esta ópera una gran oportunidad para lucirse, pues a las exigencias musicales se suma el protagonismo del pueblo ruso al que representan en la trama de la obra. En todos los aspectos, en lo canoro y en lo actoral, supieron dar la talla y se conviertieron en los principales artífices del éxito de la obra. Muy bien también la Escolania de la Mare de Déu dels Desamparats y los Pequeños Cantores de Valencia.
De entre los cantantes solistas, cabe destacar a Orlín Anastassov, jóven bajo-barítono búlgaro que carece de una voz atronadora de auténtico bajo pero que sabe sacar partido a su material, bello aunque excesivamente baritonal, y a pesar de unos graves resueltos de aquella manera, dota al personaje protagonista de los matices necesarios para crear una figura patética. Quizá por la adecuación idiomática, quizá porque va madurando y mejorando, es esta con mucho la mejor de las interpretaciones que le hemos visto en Les Arts y probablemente sea difícil hoy por hoy encontrar quien pueda hacerle sombra en este papel.
También me gustó mucho Vladímir Matorin como Varlaam, pues a pesar de la edad y de utilizar todos los trucos del mundo, la suya fue la única voz de bajo eslavo, profundo y oscuro, que se oyó en Les Arts ayer. A esto se le suma una excelente interpretación de Varlaam, un personaje que le viene como anillo al dedo y del que sabe sacar todo su jugo sin caer en la caricatura ni en lo grotesco.
Nikolai Schukoff, un tenor con un futuro prometedor, cantó muy bien el papel de Grigori, aunque la ausencia del acto polaco nos privó de lo que podría haber sido su momento de lucimiento. A destacar también la Xenia de Ilona Mataradze, que cantó muy bien su breve intervención.
Me gustó menos el Pimen de Alexánder Morozov, correcto aunque intrascendente. La voz de Morozov es en exceso lírica, al igual que la de Anastassov, pero no comparte ni la belleza tímbrica ni la capacidad de frasear del búlgaro. Tampoco Arnold Bezuyen pasó de la corrección en el papel de Shúyski, aunque hemos de reconocer que es un papel difícil y que alcanzar la corrección ya es un logro.
Desgraciadamente, Andréi Zorin no supo sacar partido del papel del idiota ("demente", según el librito que se reparte en el Palau de les Arts), un personaje importantísimo en el devenir de la obra, al que no supo dotar de la entidad suficiente. Lo cierto es que no es la suya una voz con la que se puedan hacer grandes cosas y además se vió perjudicado por la absurda decisión del director de escena de convertir en ciego a su personaje, lo que impide que pueda mirar a los ojos del zar cuando le dice lo que todos piensan y sólo él, desde su locura, se atreve a pronunciar.
Todos los papeles menores, que son muchos, fueron cantados con corrección, aunque poco se puede decir de sus breves intervenciones. Eso sí, hay que destacar el acierto de elegir a un niño para cantar el papel de Fiódor, el hijo y heredero de Borís, pues su presencia sobre las tablas añade credibilidad a las escenas en las que interviene y nos ayuda a entender la angustia de su padre en la última escena, cuando le cede un poder que excede la capacidad de un niño y que, bien lo sabe, puede costarle la vida (como de hecho ocurrió unos años más tarde).
Por último, la puesta en escena de Andréi Konchalovski fue un acierto en su conjunto, con pequeños detalles positivos y alguno negativo aquí y allá que no empañan el resultado global. Está basada en el ya habitual concepto de escenario minimalista y atemporal junto con vestuario tradicional y preciosista que parece contentar a todo el mundo (el mismo que, sin salir de Les Arts, vimos en el Fidelio de Pier'Alli, el Simon Boccanegra de Lluís Pasqual, el Don Carlo de Graham Vick...). Una pared monocroma y un plano inclinado (en realidad una plataforma móvil que va basculando por segmentos durante la obra, muchas veces durante las escenas, lo que no deja de ser un espectáculo) componen la base sobre la que, a partir de determinados detalles, hemos de imaginarnos el monasterio de Novodévichi, la plaza del Kremlin, el palacio del Zar... Algunos de estos detalles ambientales son un acierto (el ojo del icono que observa a Borís cuando dice que su crimen nunca podrá ser perdonado, la caída del trono cuando muere); otros resultan insuficientes (ni la posada parece una posada, ni el bosque de Kromy parece un bosque) y otros son hasta ridículos (la cámara de torturas que aparece durante unos segundos bajo el trono de Borís, la lámpara votiva/botafumeiro/brasero volador durante la escena del bosque, cuando un bosque no es lugar para lámparas, botafumeiros ni braseros voladores). Como ya he dicho, no me gustó la caracterización del idiota como ciego, pero sí me gustó la de Shúyski y la de Fiódor, pues se ayuda al espectador a reconocer al conspirador y a su futura víctima.
En resumen, una buena función con un nivel medio muy alto y que marca la línea que debería seguir el Palau de les Arts en tiempos de crisis: repartos correctos con nombres discretos para abaratar costes y máximo aprovechamiento de los cuerpos estables con obras que permitan su lucimiento.