Hasta ahora nunca había asistido a un estreno, suelo preferir las últimas funciones cuando todo está más rodado, pero esta vez no tuve elección. Tenía un poco de miedo, tanto al resultado artístico como al público. He oído muchas veces que el público de los estrenos es el menos operístico, el que no sabe cuándo aplaudir y cuando no, el que va a lucir visón sin importarle lo que ocurre sobre el escenario. Algo de eso hubo ayer, al menos en el cuarto piso, donde los ruidos, las conversaciones en voz baja pero totalmente audibles y los movimientos de algunos espectadores visiblemente aburridos e incluso molestos por el espectáculo fueron más evidentes de lo habitual.
Sin embargo, mis temores respecto al poco rodaje de director, orquesta y cantantes fueron infundados, todo funcionó a la perfección. Y cuando digo a la perfección no exagero, sobre todo en la labor orquestal: la
Orquestra de la Comunitat Valenciana funcionó como una máquina de precisión durante toda la obra, sin el menor desliz, tanto en los momentos de conjunto como en las intervenciones en solitario de los diversos instrumentos: el contrafagot cuando Herodes oye el aleteo del ángel de la muerte, el violonchelo mientras Salomé espera la cabeza de Jochanaan, la percusión y los metales, el omnipresente clarinete... todo funcionó perfectamente, con un sonido tan bello como suele ser habitual en esta formación cuando desde el podio se sabe sacar lo mejor de ella. Y en el podio estaba
Zubin Mehta, quien ya ha demostrado sobradamente que sabe hacerlo. Su visión de esta Salomé recuerda algo a su Wagner, pues en ambos casos apuesta por dotar a la música una fluidez que no gustará a todos (a mí, personalmente, no solo me gusta, me apasiona), y lo consigue manejando con maestría el tempo y la dinámica. Sin embargo, frente al lirismo con el que sonaba su Wagner, en Strauss opta por una mayor tensión dramática, sin renunciar a los momentos más expresionistas de la partitura. Una dirección de sobresaliente.
Tampoco anduvo mal en lo vocal esta
Salome, aunque lo dejaremos en un notable. Afortunadamente, la mejor cantante sobre las tablas fue la protagonista, la soprano finlandesa
Camilla Nylund. Su voz es destacable por tamaño y homogeneidad y especialmente apropiada para el papel por tratarse de una voz más lírica que dramática pero capaz de superar el muro orquestal (y Mehta no se lo puso especialmente fácil) y de no desfallecer en los momentos más dramáticos de la partitura. Tiene algo de ese imposible que pidió Strauss, una joven de quince años con la voz de una Isolda, está en un término medio entre ambos extremos y se desenvuelve muy bien desde ahí. Como única pega, unos agudos algo tirantes en algún momento, nada preocupante. En lo escénico, Nylund estuvo muy implicada, aunque no acabó de convencerme su actuación ni en la rabieta que le entra cuando Jochanaan la rechaza ni en los momentos en los que debería haber desplegado su sensualidad. Aun así, teniendo en cuenta lo difícil de tan poliédrico personaje, máxime cuando el director de escena decide añadirle aún más facetas, me parece digna de aplauso.
Hanna Schwarz, veterana mezzo alemana, destaca como Herodias por el volumen de su instrumento pero apenas puede controlar la oscilación y sus agudos son siempre gritados. Dramáticamente ofrece lo mejor de sí misma y resulta muy creíble, pero lo cierto es que lo dramático no acaba de compensar lo puramente canoro.
Otro veterano,
Siegfried Jerusalem, se hizo cargo de Herodes. Me sorprendió el buen estado de su voz y la comodidad con la que se movía por la zona media con sus 70 años a cuestas. Sus agudos, en cambio, estaban absolutamente metidos en la nariz, pero realmente siempre estuvieron ahí, no es nada nuevo, en todo caso ahora es más fácilmente perceptible. Creo que cuando salió a saludar hubo un ligero abucheo, no lo puedo asegurar, pero de ser así fue inmerecido: como ya he dicho, sus problemas vocales son los de siempre, los mismos que ya tenía cuando cantaba Siegfried en el Met y era ovacionado. Si a eso le unimos que su actuación fue la más convincente de cuantas vimos ayer, no entiendo el motivo de la protesta.
Una pequeña decepción supuso la actuación de
Albert Dohmen, el Wotan oficial del Festival de Bayreuth en los últimos años, del que esperaba mucho más. No lo hizo mal, fraseó con gusto e intención, pero su voz sonaba opaca y tapada por la orquesta, mientras que las de sus compañeros de reparto siempre se sobreponían al muro sonoro. Uno espera que Jochanaan sea un personaje autoritario, con una voz que atruene y se imponga, pero a Dohmen le faltaba siempre un poco para conseguir impactar. Su mejor momento llegó en el pasaje más lírico, cuando le habla a Salomé de Jesús (
está sobre una barca, en el mar de Galilea...).
Por último,
Nikolai Schukoff muy bien como Narraboth, sobrado de voz. Como curiosidad, entre los cinco judíos había dos tenores con apellido ilustre:
Niklas Björling Rygert y
Eberhard Francesco Lorenz, no sé si serán familia de Jussi y Max respectivamente.
Como suelo hacer, me dejo la puesta en escena para el final. En este caso es especialmente importante por tratarse del estreno absoluto de la producción, a cargo de
Francisco Negrín. Como ya hizo en su Orlando, con el que disfrutamos en la segunda temporada de Les Arts, Negrín basó la escenografía en una plataforma rotatoria, en este caso presidida por medio cilindro que por su lado cóncavo sirve para representar el interior del palacio de Herodes y por su lado convexo la terraza del mismo. Una estructura esférica en el centro del escenario hace las veces de cisterna en la que está encarcelado Jochanaan y también de luna, a la que tantas veces se hace referencia en el libreto. Lo mejor de este planteamiento está en la facilidad con la que se cambia de ambiente haciendo girar el medio cilindro o la esfera, lo que ofrece muchas posibilidades.
La estética elegida es actual, con soldados armados con fusiles y vestidos con uniformes pseudo-fascistas, un Herodes encorbatado, una Herodías cuya peluca rubio platino recordaba a más de un peinado imposible de los que se suele ver por la platea de este mismo recinto (jaja!) y unos judíos caracterizados como los ortodoxos actuales. Todo funciona muy bien, la dirección de actores es muy buena y hay ideas detrás de la propuesta.
La polémica llegó con la danza de Salomé, donde, tras un primer momento en el que todo empieza como un
strip-tease de lo más convencional, aparece en escena una cámara con la que Herodes graba a Salomé (con imágenes en directo proyectándose en unas pantallas de televisión en lo que se supone que son los aposentos privados de Herodes, gran idea). Este episodio de voyeurismo va un paso más allá cuando Herodes obliga a Salomé a ver escenas de su niñez y su adolescencia, supuestamente grabadas por él a lo largo de los años. Ya entra la pederastia en escena. Finalmente, Herodes arrastra a Salomé al interior de una habitación y allí la viola. Cuando Salomé regresa a escena para pedir la cabeza de Jochanaan no lo hace desde la altivez, sino arrastrándose literalmente por el suelo y con la mirada fija en el infinito, lo que añade un plus de patetismo a la escena. Discutible todo, pero a mí me convenció. No así a un sector del público que abucheó a Negrín cuando salió a saludar. No fue un gran abucheo, pero algo hubo.
Ya sé que el abucheo forma parte de la ópera, que es una señal de que el público no traga con todo y tal y cual, pero yo me quedo con la sensación de que en Les Arts se abuchea desde una postura cerril de rechazo a lo nuevo, sea lo que sea lo nuevo, y eso no me parece nada positivo. Parte del público ayer se escandalizó en la escena de la danza, y que en pleno siglo XXI alguien se escandalice por eso no deja de resultar chocante. La puesta en escena de Negrín contiene ciertas "innovaciones" (lo pongo entre comillas porque lo de introducir voyeurismo y pederastia en
Salome está más visto que el TBO), pero lo hace desde una óptica respetuosa (nada que ver con la pornografía de Bieito y compañía) y además se preocupa de que todo guarde coherencia y se vea reflejado en el comportamiento de los personajes. Al fin y al cabo, si pretendemos impactar al público de hoy como lo hizo Wilde con su obra en el siglo XIX hay que cargar las tintas. Podrá gustar o no gustar, pero no entiendo cómo se puede abuchear una propuesta así. La verdad, prefería cuando el público no abucheaba y se lo tragaba todo alegremente, la feliz ignorancia me parece preferible a la cerrazón mental.