La Aida que se representó el domingo en el Palau de les Arts no era la de Verdi, por mucho que aparezca el nombre del compositor italiano en los carteles, sino la de Maazel. En todo caso, habría que decir algo así como "adaptación de la obra original de Giuseppe Verdi". Dicho esto, entiendo perfectamente la estupefacción e incluso las reacciones negativas que uno puede leer por esos cibercampos del señor, ya que quien espere encontrarse con la Aida de Verdi se puede llevar un chasco. Sin embargo, los que seguimos a Maazel desde hace años nos hemos ido acostumbrando a su peculiar manera de dirigir hasta llegar a una devoción absoluta. Somos maazeladictos y se lo permitimos todo.
Lorin Maazel inicia el que será su último año al frente de la orquesta que él mismo creó dando una vuelta de tuerca más a su peculiar concepto de dirección con tempi lentísimos pero intensos que permiten el lucimiento orquestal (el sonido que consigue esta formación es bellísimo) y que pone en más de un apuro a coro y solistas. E incluso al publico: hubo varios momentos ayer en los que yo mismo no sabría decir si hubo desajustes en la entrada del coro y de algunos solistas o fue mi mente la que era incapaz de seguir el ritmo tan pausado de la batuta y se adelantaba a los acontecimientos. Como tantas veces sucede en Les Arts, lo mejor de la función fueron la orquesta y el coro. Éste último se luce especialmente en el delicadísimo e hiper-ralentizado interno del primer acto, cuadro segundo.
En cuanto a los solistas, destacó la Amneris de Daniela Barcellona, que está debutando el papel en estas funciones. Quizá defraudará a los amantes de las grandes voces verdianas pues ni por volumen, ni por densidad, ni por graves puede acercarse a las grandes referencias en este rol. Sin embargo, es una cantante muy inteligente que sabe sacar partido de sus virtudes y acaba sacando adelante el papel de forma excelente. Algo reservona, aunque correcta, en los tres primeros actos, es en el cuarto acto donde despliega todos sus recursos vocales e interpretativos, haciendo que su dúo con Jorge de León sea de alto voltaje.
Me gustó el Radamés de Jorge de León, valiente y entregado aunque con una gama de matices muy limitada. Gustará a quienes sepan perdonar lo segundo a cambio de escuchar esa rara avis que es una auténtica voz de spinto, con un agudo liberado y seguro que no duda en lucir siempre que puede y un volumen atronador. Lástima de cierta falta de homogeneidad entre sus zonas aguda y media.Indra Thomas, en el papel de Aida, realizó ayer la última de sus actuaciones en esta serie de funciones y también la mejor, a decir de quienes han asistido a las otras. Se trata de una soprano con graves carencias, entre las que destaca una voz metida totalmente atrás, una pésima pronunciación (la típica patata en la boca de tantos cantantes anglosajones) y la molesta costumbre de respirar donde le da la gana, cargándose cualquier aproximación al canto legato. También tiene virtudes, principalmente el volumen, que la hace destacar en los números de conjunto a pesar de que su proyección no es la adecuada y su facilidad en el agudo, pero no bastan para levantar el papel. Además, dramáticamente está en las antípodas de la implicadísima Barcellona. En conjunto, lo mejor que podemos decir de la mejor de sus actuaciones es que al menos no enturbió la labor de sus compañeros de reparto.
Una agradable sorpresa fue escuchar a Giacomo Prestia como Ramfis, pues posee una voz de bajo de las de verdad, grande y con graves sonoros y nada trampeados. También me gustó Marco Spotti, Il Re, por la misma razón aunque su instrumento es algo más discreto.
Gevorg Hakobyan como Amonasro cuenta con el mismo handicap que Barcellona, le falta pasta y caracter verdiano, pero mientras que Barcellona sabe suplir sus carencias con gran habilidad, el joven barítono georgiano no pasa de los límites de la corrección.
Muy bien Javier Agulló como mensajero y Sandra Ferrández como gran sacerdotisa.
En cuanto a la puesta en escena de David McVicar, pasada por la indignante censura de Helga Schmidt, se puede resumir en sólo dos ideas. 1: Donde debería haber egipcios hay samurais. 2: La escena está vacía y oscura. La primera de estas dos ideas tiene la ventaja de evitar el aire kitsch en el que acaban cayendo todas las puestas en escena fieles al libreto. También consigue cabrear a los amantes del cartón piedra, lo cual siempre está bien. La segunda idea no aporta nada, pero al menos sale barata. Lo único que no me gustó fue que en la polémica escena de los sacrificios humanos (acto I, cuadro II), se distrae excesivamente la atención del espectador que está más pendiente de los figurantes que del pobre Jorge de León, que es quien debería lucirse.