Los aficionados a la ópera somos un público peculiar si nos comparamos con quienes prefieren la música instrumental o los conciertos en los que no está presente el aspecto teatral, tanto en lo escénico como en lo argumental y en lo musical, que sí está presente en las obras pensadas para la escena. Comparativamente somos más apasionados, más vehementes, buscamos que surja esa chispa que nos inflame el espíritu y no nos conformamos con la simple corrección, antes disfrutamos con una interpretación imperfecta pero que en algún momento llegue a conectar con nosotros en un plano más emocional que intelectual. Pues bien, nada de eso sucedió ayer en el estreno de Don Giovanni, con una excepción puntual.
Los encargados de que no surgiera la chispa en ningún momento fueron, principalmente, un Zubin Mehta que se mueve entre el pentagrama mozartiano como un esquimal en el Sahara y un Jonathan Miller cuya labor se resume en una sola palabra: nada. Los cantantes, con la excepción del Don Ottavio de Korchak, tampoco ayudaron a levantar la función.
Zubin Mehta es un director extraordinario, qué duda cabe, y ayer dio prueba de ello consiguiendo sacar unas sonoridiades bellísimas de la orquesta y diseccionando la partitura como sólo un maestro puede hacerlo. Pero la música de Mozart es mucho más: es ritmo, es brío, es ligereza, es alegría, es ganas de vivir. Zubin Mehta no transmitió nada de eso. Además, su falta de visión de conjunto hizo que se echase en falta cierta coherencia entre números, pues la mayoría sonaron demasiado lentos (lo cual es una opción respetable, admirable incluso en manos de directores como Maazel), pero algunos no lo sonaron tanto e incluso otros sufrían de una excesiva aceleración sin que quedara claro por qué. Los cantantes sufrieron estos tempi caprichosos y se produjeron un buen número de desajustes entre el foso y las voces.
Jonathan Miller, por su parte, nos demostró que a veces menos es más: su versión de hace seis años, reducida a causa de un accidente que inutilizó gran parte del escenario, resultó más efectiva de lo que ha demostrado ser al completo. Tres paredes negras, dos bancos de madera en los extremos del escenario, donde contínuamente se sientan los cantantes (lo cual es una falta de respeto al público de los laterales, con visión parcial), un nulo trabajo de iluminación y una inexistente dirección de actores son los elementos que forman esta puesta en escena que hace parecer a la Carmen de Saura buena en comparación. Lo que en 2006 nos pareció una solución de emergencia resultó ser todo lo que había. O sea, nada. Muy merecidamente, Jonathan Miller recibió abucheos por parte de un público que, al menos en parte, demostró no ir sólo a la ópera a lucir visones, como él mismo dijo, sino también a abuchear a farsantes sin talento cuando tiene la oportunidad.
En cuanto a los cantantes, tanto el Don Giovanni de Nicola Ulivieri como el Leporello de David Bizic fueron correctos pero aburridos. Ninguno de los dos destacó por su fraseo, por sus dotes como actor o por poseer una voz extraordinaria. En todo caso, Bizic me pareció algo más interesante, pero entre un Mehta lentísimo y un Miller que le obligó a cantar el aria del catálogo sentado y casi sin poder moverse le impidieron brillar en su momento de mayor lucimiento, el aria del catálogo, que se convirtió en un catálogo de desajustes y entradas a destiempo. Sabemos, porque hace una semana pudimos verle en un vídeo de youtube, que es capaz de mucho más. Sobre Ulivieri, aburridísimo como actor (¿culpa suya o de Miller?) y poco interesante como voz, sólo diré que gracias a él ahora aprecio mucho más el trabajo de Erwin Schrott como Don Giovanni hace seis años.
Zerlina y Masetto fueron interpreados por Rosa Feola y Simon Lim respectivamente. Bien ambos, correctos ambos (mejor ella), pero sigue sin saltar la chispa, seguimos sin salir del gris monótono.
Saldremos, pero para peor, con la Donna Elvira de Sonia Ganassi, una cantante que ha hecho cosas interesantes en el pasado pero que ayer nos mostró una voz deteriorada y un fiato corto que le impedía mantener la línea de canto. Graves forzados y desimpostados (y por tanto, apenas audibles), agudos estridentes, cambios de color en la voz... Mejor, en mi opinión, fue la Donna Anna de la rusa Anna Samuil, aunque creo que muchos no compartirán este punto de vista, a juzgar por los comentarios que se oían durante el entreacto. Su voz no es especialmente grande ni especialmente bonita, pero resulta suficiente en ambos aspectos, algo que no afea un vibrato bastante notorio. Por arriba resulta algo estridente, como Ganassi, y en las agilidades no va muy sobrada, pero acaba sacando el papel adelante y lo hace con algo más de incisividad que todos los comentados anteriormente.
Finalmente, hubos dos cantantes que sí me convencieron del todo: Alexánder Tsymbalyuk, cuyo vozarrón de auténtico bajo ya había sonado anteriormente en Les Arts, causando siempre una buena impresión, y Dmitri Korchak, un tenor que me ha gustado siempre que lo he escuchado y que ayer cantó un Dalla sua pace magnífico, delicado, dominando las medias voces y sacando partido de su belleza tímbrica. Aquí sí, por fin, saltó la chispa, y sólo por eso y porque la música de Mozart es tan sublime que salva cualquier dificultad, valió la pena asistir anoche a este Don Giovanni.
Mención especial para el breve texto incluido en el programa de mano (ya era hora de que se incluyera algo que no fuera la sinopsis de la ópera y las biografías de los cantantes) en el que Helga Schmidt nos informa de que en el Palau de les Arts son ajenos a la "moda" (sic) de añadir florituras y adornos a las interpretaciones de Mozart y pretenden "mantener la pureza de la música de Mozart, respetando escrupulosamente la partitura". Dice que su intención es seguir la línea de maestros mozartianos como Furtwängler, Böhm y Karajan, lo que es una forma de decir que se pasan a Gardiner, Harnoncourt y Jacobs, entre otros, por el arco del triunfo. A mí me gusta mucho el Mozart de estos tres últimos, tanto que hasta soporto las voces imposibles que suele buscarse Jacobs para elaborar sus repartos, así que esta vuelta al pasado de doña Helga no me convence pero tampoco me extraña, teniendo en cuenta sus últimas declaraciones en las que defiende volver al repertorio más trillado para sortear la crisis. Lo que sí me sorprende es que intente vendernos ese retorno al Mozart decimonónico vienés como una lectura depurada y respetuosa de la partitura, cuando lo cierto es que para ser de verdad respetuoso al cien por cien haría falta contar con instrumentos originales y ofrecer una de las dos versiones de la partitura que se estrenaron en tiempos de Mozart, la de Praga (sin las arias Dalla sua pace y Mi tradì quell'alma ingrata) o la de Viena (sin Il mio tesoro y con el añadido del dúo entre Leporello y Zerlina Per queste tue manine). Jacobs, sin ir más lejos, ofrece la versión de Praga en sus grabaciones en CD y DVD. No es que me parezca mal fundirlas, es más, me parece muy bien porque prefiero tener las dos arias de Don Ottavio y prescindir del dúo Per queste tue manine, pero entonces la tan cacareada pureza y el respeto a la partitura ya no existen, diga Helga lo que diga, y lo que se interpreta es una versión manipulada del original mozartiano.