Qué suerte tenemos de tener una orquesta y un coro tan buenos en el Palau de les Arts. El
Faust de ayer, con unos cantantes que se movieron entre lo correcto y lo fallido (estando Voulgaridou por ahí no podía ser de otra forma) habría pasado sin pena ni gloria en otros teatros cuyos cuerpos estables no tuviesen el nivel suficiente como para levantar por sí solos una función, pero lo que escuchamos ayer en les Arts fue mucho más que eso, fue una gran noche de ópera. También ayudó la excelente puesta en escena de David McVicar, que ya lleva años funcionando pero no acusa el paso del tiempo.
Ya sabemos que Maazel abandonó el proyecto del Faust antes de que empezaran los ensayos debido a una enfermedad (o eso se anunció, porque a estas alturas las cancelaciones en Les Arts son tan habituales que uno ya no sabe cuando le dicen la verdad y cuando le están tomando el pelo). Su sustituto ha sido el director francés Frédéric Chaslin, que ha obtenido un resultado excelente y que ha dirigido, además, de una forma muy maazeliana, remarcando el contraste de volúmenes de la orquesta, regalándonos momentos de efusividad explosiva y otros de acariciante suavidad, amparado siempre por el colchón de las cuerdas que ayer estuvieron espléndidas. A diferencia de lo que ha hecho Maazel en otras ocasiones, Chaslin ha tratado con cuidado a los cantantes y no les ha hecho luchar contra el volumen orquestal en ninguna ocasión, quizá perdiendo algo de espectacularidad pero ganando homogeneidad por la correcta integración de las voces en el conjunto.
El Cor de la Generalitat Valenciana estuvo sencillamente espectacular en todas sus intervenciones, destacando especialmente en la famosa página Gloire immortelle de nos aïeux, que sobrepasó a todas las arias de los solistas en emoción y se convirtió en lo mejor de la noche. Afortunadamente, la puesta en escena les permitió cantarla en la boca del escenario y sin tener que preocuparse por coreografías extrañas o movimientos que distrajeran su atención y la de los oyentes, como ha pasado en otras producciones.
Pasemos a los solistas. Confiaba bastante en la calidad de Erwin Schrott, a quien ya había escuchado en les Arts como Don Giovanni, algo menos en Vittorio Grigolo, que cantó en el Requiem de Verdi hace un año y nada en la soprano griega y plaga bíblica con la que Dios y Helga azotan al público valenciano Alexia Voulgaridou. En el entreacto pensé que me había equivocado en los tres casos, aunque al final las cosas volvieron a su sitio. Vayamos uno por uno:
Erwin Schrott y Vittorio Grigolo ensayando el primer acto de Faust.
Erwin Schrott, que está debutando el papel de Méphistophélès en Valencia, no tiene la voz de bajo profundo que solemos asociar a este papel, sino la de bajo-barítono para la que fue creado. No se queda corto en el registro grave, a pesar de carecer de la rotundidad de un Ghiaurov o un Christoff, y va sobrado en el centro y el agudo. Su voz es amplia y maleable, y cuenta con un timbre aterciopelado que la hace muy agradable al oído. Sin embargo, sus primeros tres actos fueron decepcionantes, tanto vocalmente, pues no parecía sacar todo el rendimiento que puede a su voz, como actoralmente. Esta falta de implicación hizo que su intervención en el primer acto pasara sin pena ni gloria, y en el segundo acto su himno Le veau d'or, que en mi opinión enfocó desde una perspectiva demasiado efectista y sin que la voz le acompañara en el alarde, no recibió ningún aplauso, sino un silencio tenso que supongo no agradaría mucho al artista. Sin embargo, todo cambió tras el entreacto. Su escena de la iglesia con Marguerite fue muy buena, exhibió una amplia gama de matices y supo llenar el escenario con su presencia. Su excelente serenata del cuarto acto le sirvió para desquitarse por el fracaso de Le Veau d'or y finalmente fue aplaudido y braveado por el público.
Vittorio Grigolo, de quien esperaba muy poco, acabó convirtiéndose en el otro triunfador de la función. Su Faust no destaca por la delicadeza ni por los matices, cierto, pero sería injusto negarle el esfuerzo y la intención. Empezó ofreciéndonos una versión caricaturesca del viejo Faust para, tras su transformación, jugar su principal baza: una voz sana y potente, con un timbre mediterráneo muy bello y una subida al agudo sin dificultad. Sin embargo, en su virtud está implícito su vicio, pues su ascenso al agudo se basa más en la fuerza física que en la técnica, por lo que sus agudos suenan indefectiblemente abiertos y en
forte o
fortissimo, perdiendo toda capacidad para el matiz en cuanto la partitura le obliga a cantar notas altas. Es un cantante jóven y no sabemos como va a evolucionar. Si se preocupa por enfocar bien su carrera, cuenta con un material que le permitirá obtener grandes éxitos. Si sigue confiando en su fuerza muscular, en cuanto el cuerpo le falle, algo que a todo el mundo le pasa a no ser que uno se llame Plácido Domingo, tendremos un nuevo caso de tenor echado a perder prematuramente.
Alexia Voulgaridou, nuestra Alexia Voulgaridou, la soprano con la que un Dios terrible y cruel castiga a la audiencia valenciana (a la madrileña lo hace con María Bayo y a la barcelonesa, según comentaban ayer unos amigos, con Michaels-Moore) acabó apareciendo en el reparto hace unos meses como sustituta de Cristina Gallardo-Domâs. Tras la tremenda desfachatez de su Luisa Miller, uno se esperaba lo peor, pero lo cierto es que Voulgaridou fue astuta y evitó riesgos. Su aria de las joyas resultó tramposa pero correcta. No me parece bien que los cantantes se coman agilidades, trinos o adornos cuando les suponen dificultades, pero si hay que elegir entre eso y lo que nos hizo en Luisa Miller hemos de pensar que hizo bien yendo a lo seguro. En el dúo con Faust aguantó el tipo, pero en la escena de la iglesia con Méphistophélès ya estuvo calante y gritona, y el terceto final, donde debería haber brillado por encima de Grigolo y Schrott, fue decepcionante.
El resto de cantantes apenas pudieron destacar debido a la brevedad de sus intervenciones. Gabriele Viviani (Valentin), aquejado por una repentina enfermedad, según se informó por megafonía, cantó bastante bien su aria del segundo acto, aunque pasó apuros en los extremos agudo y grave, algo bastante habitual en un aria mucho más complicada de lo que aparenta. Tanto Ekaterina Gubanova (Siebel) como Annie Vavrille (Marthe) estuvieron correctas, así como Vittorio Prato (Wagner).
Una característica común a todos los cantantes fue su deficiente pronunciación del idioma francés. Si hubiese sido sólo un cantante diríamos que debería haberse preparado mejor para el papel, pero siendo todos casi que diremos que la culpa es de los franceses por tener un idioma tan difícil de pronunciar. En el caso de Voulgaridou podemos decir que su pronunciación es como su afinación, se parece a lo que debe ser, pero no lo es.
La puesta en escena de David McVicar me pareció un acierto absoluto. Durante toda la representación hay dos elementos fijos, un palco de la Ópera Garnier a la izquierda que representa el mundo del pecado y un órgano de iglesia a la derecha que representa la salvación. Estos dos elementos se integran con un fondo de escenario que cambia en innumerables ocasiones y que nos lleva a diferentes localizaciones del París de finales del XIX, incluyendo la propia Ópera Garnier o un cabaret (Cabaret L'Enfer, muy apropiado) enmarcado por el arco de la Torre Eiffel. Tanto el número de ballet cuando Faust y Méphistophélès visitan el cabaret como el de la noche de Walpurgis, que acaba en una orgía bastante explícita, estuvieron muy logrados y se integraron perfectamente en la trama de la ópera. Los que solemos tener dificultades con los típicos ballets de la ópera francesa, que en muchos casos no dejan de ser un pegote, ayer estábamos encantados con lo que vimos. De los muchísimos elementos simbólicos que aparecen en la obra, los hay que tienen sentido, aunque puede que a algunos les parezcan en exceso provocadores (el Cristo que se cae de la cruz, por ejemplo) y otros, como la drogadicción de Faust o el travestismo de Méphistophélès, parecen distraer más de lo que aportan, aunque tampoco desentonen. Mención especial merece la iluminación, a cargo de Paule Constable, que juega con las sombras y los claroscuros consiguiendo efectos de gran plasticidad.
Nota de prensa rosa operística: Ayer asistió a la función la afamada soprano rusa Anna Netrebko, pareja de Erwin Schrott, a la que pudimos ver en el entreacto montada en unos tacones de palmo y medio. A ver si Helga aprovecha la ocasión para pedirle que se cante algo por aquí.