Como ya os informaron mis robots, he disfrutado de unas breves vacaciones en las que he podido asistir a un concierto de la ONE y a una función de la ópera Jenufa. Por un error de programación, el segundo robot os informó de la representación de Jenufa un día después de que tuviera lugar. Programar no es lo mío.
Muchas veces, tras escuchar una función de ópera, comentamos que sólo por escuchar a tal o cual cantante, por la dirección, por la escenografía o por lo que sea ya ha valido la pena haber asistido. Otras veces decimos que los puntos negros acabaron pesando más que los aciertos y salimos decepcionados o con la sensación de haber perdido el tiempo y el dinero. Muy pocas veces salimos del teatro sin haber encontrado ningún factor especialmente atractivo por sí solo pero conmovidos por la excelente unión de todos ellos y eso fue lo que pasó el pasado domingo en el Teatro Real de Madrid, donde tuvo lugar la segunda función de la ópera
Jenufa de
Leos Janacek, primera con el segundo reparto.
El primer acierto de estas representaciones es la puesta en escena de Stéphane Braunschweig, sencilla, neososa, pero muy efectiva. Utiliza muy pocos elementos pero siempre lo hace con sentido, sin efectismos pero también sin aburrir en ningún momento, sin caer en simbolismos absurdos o en caprichos inexplicables, cuidando los detalles y el movimiento de los solistas y el coro. Mención aparte merece la estupenda iluminación de Marion Hewlett, encargada de delimitar espacios en el escenario, creando distintas zonas de luz y sombra que actuán en ocasiones a modo de paredes.
Otro gran acierto fue la dirección de
Ivor Bolton, que supo extraer todo el dramatismo de la partitura y mantener la línea sin altibajos. Cierto que fue un Janacek de brocha gorda, sin demasiadas sutilezas ni explosiones de exaltación orquestal, pero teniendo en cuenta cómo suele sonar la orquesta con su titular y cómo sonó con Bolton, no se puede más que alabar su trabajo. Bien el coro Intermezzo, mejor la parte masculina que la femenina, demasiado heterogénea.
De entre los cantantes, ninguno especialmente brillante pero todos correctos. Andrea Danková en el papel titular dio todas las notas en su sitio y cumplió adecuadamente, pero no destacó ni por timbre (oscuro, pero no especialmente atractivo), ni por volumen, ni por técnica, ni por emotividad. Tampoco lo hizo Gordon Gietz como Steva, de quien se podría decir lo mismo. Mejor estuvo Jorma Silvasti como Laca, muy implicado en el papel y valiente en lo vocal, pese a no ser el suyo un instrumento muy llamativo. El resto de personajes estuvieron dentro de la corrección, al igual que los solistas, sin que ninguno de ellos llamara especialmente la atención.
Me dejo para el final la Kostelnicka de
Anja Silja, a quien el publico premió con una merecida ovación y que supo destacar en una función en la que nadie sobre el escenario pudo hacerle sombra. Cierto es que sus facultades vocales son las que son, o sea, las de una mujer de 69 años que encima se ha pasado su juventud cantando papeles que excedían su capacidad. Lleva muchos años cantando la Kostelnicka, primero de forma notable en todos los aspectos, después supliendo con su fantástica capacidad dramática sus carencias vocales y últimamente confiando casi exclusicamente en lo actoral, pero aún así es innegable que desde que hace su entrada en el primer acto todos los ojos se centran en ella y allí siguen a lo largo de toda la función. Su carisma hace que acabemos rindiéndonos ante su interpretación, sin olvidar su vibrato, sus agudos potentes pero de afinación aleatoria y su pobreza en los registros medio y grave. Pero nada de eso importa, no al menos en una ópera como esta donde la emotividad está a flor de piel, donde el cantante no se debe limitar a dar una serie de notas determinadas (en cuyo caso su elección para el papel sería impensable) sino a transmitir al público toda la carga dramática implícita en la partitura. Una grande de la escena a la que me alegro mucho de haber podido disfrutar en vivo.