Pero vamos a lo realmente importante, la música. El Requiem de Verdi es una obra grandiosa, en la tradición de Berlioz, aunque sin la exageración en los medios del francés. Aunque es falso que sea una ópera disfrazada de música religiosa, como tantas veces se ha dicho, conociendo algo sobre la vida del autor sí podemos decir que su intención a la hora de componer la obra no era la de crear música litúrgica, de hecho él mismo no era un hombre religioso y parece que hay motivos para pensar que ni siquiera era creyente, por lo que su Requiem sería más un lamento ante la muerte que una muestra de confianza en la salvación y la vida eterna. Hay varias razones para pensar así. Una de ellas es el tremendo Dies Irae, en el que se enfatiza lo terrible del día del juicio final con una música que no deja ni un rincón para la esperanza. Además, durante la obra, y saltándose la ortodoxia de la liturgia, Verdi hace regresar varias veces el tema del Dies Irae como queriendo remarcar que por mucho que las voces solistas en sus intervenciones supliquen clemencia el destino es inmutable. Otra de las razones para creer en la visión pesimista de la obra es el desasosegante final, con la soprano susurrando Libera me mientras la música se va apagando hasta desaparecer.
Lorin Maazel, con el que he sido bastante crítico comentando su dirección de orquesta en varias óperas, estuvo ayer impecable. Desde el principio del Requiem aeternam, con las cuerdas graves murmurando en el silencio y creciendo gradualmente, estaba claro que íbamos a presenciar todo un acontecimiento orquestal y así fue. En el Dies irae dió rienda suelta a su lado más dramático, consiguiendo un resultado óptimo. La orquesta y el coro estuvieron en su nivel de excelencia habitual, ya parece un tópico pero es lo que hay, son muy buenos y bien que lo disfrutamos los que podemos escucharlos.
Los solistas estuvieron todos muy bien, lo cual me sorprendió gratamente porque no las tenía todas conmigo. La soprano Micaela Carosi, reciente Aida en el Liceu, estuvo correcta, quizá algo mecánica en ciertas partes pero desde luego no en sus momentos más complicados, que resolvió con arrojo. Elena Maximova, la mezzosoprano, empezó algo dubitativa pero acabó gustándome. Su voz es muy bonita y muy rica en armónicos, lo que le permitió colorear sus frases con gran belleza. Al que más temía después de escuchar su reciente y deficiente Rinuccio en el Gianni Schicchi de La Scala era al tenor Vittorio Grigolo, y ciertamente fue el solista más heterogéneo del grupo, aunque finalmente acabó resolviendo bien su parte. Pecó quizá de un exceso de dramatismo, tanto en sus gestos como en su canto, así como de cierta linealidad, moviéndose todo el rato entre el forte y el fortissimo, algo que quedaba aún más patente por la comparación con el fraseo meticuloso y sosegado de Pape. En el aspecto positivo hay que destacar un timbre de gran belleza, joven, sano y con un brillo solar. Su entrega excesiva contrastaba con la sobriedad del bajo René Pape, estrella principal del cartel. Hay que destacar su inteligencia musical, su amplia gama de matices y su dominio del instrumento, una voz que aún en los momentos más exaltados conserva una textura suave y acariciadora.
Vamos a escuchar a René Pape cantando el Confutatis del Requiem de Verdi en el año 2001. Éste es uno de esos momentos que comentaba más arriba en el que Verdi hace volver el desesperanzador tema del Dies Irae respondiendo a la petición de clemencia del solista (gere curam mei finis, hazte cargo de mi destino).
Vídeo de Gabba02