Qué gusto da ir a la ópera cuando todo encaja: los cantantes, el coro, la orquesta, la puesta en escena... Eso es lo que pasó ayer en el Palau de les Arts con
Iphigénie en Tauride, una injústamente olvidada obra de
Christoph Willibald Gluck que tiene una gran importancia en la historia de la ópera por suponer el cierre de su reforma, lo que se nota en la brevedad de los recitativos, siempre acompañados, la práctica desaparición de escenas de baile y la integración de todos los números en la trama argumental, algo que rompe con la ópera barroca y supone un cambio fundamental que afectó a todos los compositores que sucedieron a Gluck.
Hubo ayer dos cambios fundamentales respecto a lo que llevamos de temporada: la presencia de
Patrick Fournillier en el podio y el Cor de Cambra Amalthea en sustitución del habitual Cor de la Generalitat Valenciana. Founillier mimó a los cantantes y supo manejar a la orquesta, que respondió de forma excelente, exhibiendo una amplia gama de dinámicas y un gusto por los
tempi rápidos, siempre dentro de la corrección. Una gran labor la suya.
El
Cor de Cambra Amalthea estuvo también muy bien, quizá sin la rotundidad a la que nos tiene acostumbrados nuestro coro titular, pero lo cierto es que no se puede encontrar pegas en su actuación. Especialmente destacable me pareció el coro de sacerdotisas del primer acto.
Entre los solistas, hay que destacar a
Violeta Urmana como Iphigénie. Sobrada de voz, pero a la vez capaz de controlarla y no caer nunca en excesos dramáticos que no tienen cabida en esta ópera, supo cantar
Ô malheurese Iphigénie con todo el lirismo que se requiere pero sin dejar caer en ningún momento el pulso dramático. Además, su actuación sobre las tablas fue muy convincente, sobre todo en el primer acto cuando lidera a las sacerdotisas en sus plegarias. Un auténtico lujo poder ver a una cantante de este nivel, no puedo dejar de lamentar no haber podido asisitir a ninguna de las funciones de
Parsifal en las que cantó el papel de Kundry.
También muy bien, aunque sin llegar al nivel de excelencia de Urmana, estuvieron los tenores
Plácido Domingo e Ismael Jordi como Oreste y Pylade. Domingo no cantó la versión para barítono de la obra, sino la versión vienesa que el propio Gluck arregló para ser interpretada por un tenor. Hizo bien, pues en sus incursiones en papeles baritonales ha dejado claro que es un tenor y no un barítono. Con graves, sí; con tinte baritonal, de acuerdo, pero tenor al fin y al cabo. No hace falta decir que su voz exhibe una salud infrecuente en cantantes de su edad, probablemente ni él mismo sepa por qué, pero mientras la tenga podremos disfrutarla. Tampoco vamos a exagerar y a decir que su voz parece la de un treintañero porque no es así, la simple comparación con la voz de Ismael Jordi en los dúos lo dejaba claro, pero sí es cierto que su voz no se corresponde en ningún momento con su edad real y que otros cantantes más jóvenes dan muestras de un deterioro vocal que en la voz de Domingo no es posible hallar. Interpretativamente Domingo fue Domingo, porque Domingo siempre es Domingo. El problema está en que hay papeles que no se pueden interpretar siendo Domingo, como nos demostró el año pasado cuando cantó
Tamerlano de Haendel. ¿Y el papel de Oreste? Pues sí, Oreste admite una interpretación "
alla Domingo". Es más, le viene como un guante, pues sólo hubo un momento en el que unas agilidades se le atragantaron, el resto, con una tesitura central que es idónea para sus actuales medios, lo bordó.
Ismael Jordi mostró una voz sana, jóven y muy bien utilizada. Estilísticamente impecable, el estar junto a dos monstruos de la escena no le echó para atrás, sino todo lo contrario, se puso a su nivel y gracias a ello disfrutamos de una escena a trío en el tercer acto realmente memorable. Al final el público se lo agradeció con una ovación tan grande como las que recibieron Domingo y Urmana, lo que supongo que será toda un satisfacción para un cantante de su edad.
En el resto de papeles hubo una corrección que no desentonó con las grandes actuaciones que hemos comentado hasta ahora.
Riccardo Zanellato cantó un Thoas regio y temible sin caer en excesos,
Amparo Navarro una Diana imponente pese a la brevedad de su intervención y
Rocío Martínez,
Carmen Romeu y
Ventseslav Anastasov estuvieron muy bien en sus cortísimas apariciones.
Por último, es destacable la puesta en escena de
Stephen Wadsworth (en esta ocasión dirigida por Sarah Schinasi y Daniel Pelzig), que necesita de muy pocos elementos escénicos para funcionar a la perfección. El escenario está dividido en tres partes: el templo de Diana, una cámara interna del propio templo y el exterior, apenas una franja a la izquierda del escenario por la que suelen deambular dos soldados haciendo guardia. Pues bien, con esa misma escena en toda la obra y gracias a una inteligente dirección de actores y a un uso de la iluminación magistral, la acción resulta creíble y no hay nada que nos distraiga la atención. Belleza y funcionalidad, no se puede pedir más, y ambas se encontraban en esta puesta en escena estrenada el año pasado en el Metropolitan de Nueva York.